De la actitud a las emociones en la práctica de la enfermería

domingo, 18 de octubre de 2015

Muerte digna... un derecho

Hola..., me presento.
      Soy Lola Montalvo. Soy enfermera desde hace 26 años. También escribo y, desde hace 6 años y medio, me dedico a mi blog que es mi puerta más personal para asomarme a mi profesión y plasmar todo lo que veo de ella, lo que me gusta y lo que no, lo que me gustaría que fuera y aún no es... Escribo historias basadas en mi propia experiencia en las que busco siempre el factor humano más maravilloso. Porque mi profesión, Enfermería, es fundamentalmente una profesión basada en el contacto entre personas... un acercamiento humano, en el que el resultado será siempre el que nosotros posibilitemos que sea. Palabras como empatía, humanidad, afecto y cariño, solidaridad, generosidad, deberían estar siempre presentes, aunque por desgracia no siempre es así. Mi objetivo es tocar esa fibra sensible, ese botoncito que a todos nos haga abrir los ojos y ver a las personas que tenemos enfrente. Unas veces lo logro más que otras, cierto. Pero no cejo en mi empeño.
       
Aprovechando que el texto anterior hace referencia a los Cuidados Paliativos, hoy os ofrezco un relato y una reflexión que escribí hace muchos años ya, parece increíble; pero hoy es tan actual como el día en el que le dí forma. Espero que os guste:
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Marina cierra los ojos. El dolor está más o menos controlado con la medicación, pero siempre queda un run-run de fondo que le avisa que sólo se trata de una tregua, que el monstruo está agazapado esperando para atacar y llevarla al infierno, al infierno que supone un dolor que ninguna escala puede reflejar.
      Toma aire procurando controlar la respiración, tal como le enseñó la enfermera de hospitalización a domicilio, frunciendo los labios y procurando no dejarse llevar por el pánico. Ella controla, aún controla.
      El cáncer que le diagnosticaron meses atrás había ganado  la batalla en todo su cuerpo. De su ubicación inicial ya casi nada quedaba, dado que le habían extirpado todo, dejando en su lugar un vacío y una rosada cicatriz en la que, hasta entonces, había sido su nacarada e impoluta piel. Pero la cirugía no sirvió de nada. Sólo se había tratado de la primera plaza a batir, aquélla que permitió a las células malignas extenderse al resto de su organismo y vencerlo a sangre y fuego. Ahora, con treinta kilos menos, con la carne consumida sobre sus cansados huesos y la piel ajada por las incisiones, por las agujas, por tan intenso padecer, sabía que moriría pronto. Tras la rabia inicial por tan nefasto diagnóstico, tras la incredulidad, tras la búsqueda de una terapia milagrosa donde fuera, tras las oraciones a un Dios que siempre pensó que la había abandonado, sólo le quedaba la resignación y la espera. La espera de lo inevitable, eso que, más que algo espantoso, a esas alturas se había convertido en una oportunidad de liberación. Con su muerte dejaría de sufrir ella y dejarían de sufrir sus hijos.
      Marina toma aire nuevamente. Cierto alivio le indica que el monstruo vuelve a su cueva y que la va a dejar tranquila un ratito más. Gira la cabeza, un gran esfuerzo que ahora requiere toda su energía, y mira hacia el trozo de cielo azul que puede disfrutar a través de su ventana. «Este será el último trozo de cielo que veré antes de morir» Cierra nuevamente los ojos y sonríe, una tenue línea dibujada en el que un día fue un bello rostro, bello por estar lleno de vida y esperanza.
      Se duerme... y sueña que deja de respirar, que sus hijos, asustados una vez más, llaman al servicio de Urgencias y que un médico demasiado cauteloso decide enviarla, una vez más, al hospital. Entonces el sueño toma los velos de una pesadilla. Lloraría su tuviera suficientes fuerzas para ello.
      Marina abre los ojos y entiende que no ha sido un sueño... que otra vez está en el hospital, enganchada a sueros, a sondas, con una mascarilla de oxígeno que pretende preservar una vida que hace meses que ya no está anclada en su cuerpo.
      Una voz habla cerca de ella. Si tuviera fuerzas giraría la cabeza para ver de quién se trata, pero esa voz toma la iniciativa y una cara se pone cerca de ella. Marina abre los ojos y ve a un hombre joven de gesto amable y simpático. Lo ve en su mirada.
      «Sé que está sufriendo mucho, Marina le dice la voz. Es un médico, sí, ahora puede ver el fondendo, la bata, los bolis apelotonados en el bolsillo superior de su bata, su chapa de identificación. Su enfermedad está muy avanzada, Marina, su cuerpo no aguanta mucho más. Si usted me da su consentimiento podemos darle medicamentos que la lleven a un sueño sin dolor, a un sueño sin sufrimiento. La dormiremos... hasta que acabe todo.
      Marina sonríe, o eso cree ella cuando le dice a sus labios que se curven impelidos por la felicidad que supone encontrar a alguien que se da cuenta de lo que sufre. Sus hijos no la dejan marcharse, no quieren verla partir y se rebelan a lo que ya no tiene remedio. No se dan cuenta que su cuerpo hace tiempo ya que se rindió y que ella sólo desea descansar y dejar de padecer, de tener dolor. El médico le ofrece dormir sin sufrir, pero le indica que quizá eso pueda suponer que se acorte su vida. Si hubiera tenido fuerza, Marina se habría reído. «¡Qué vida le habría dicho si de sus labios pudiera salir algo más que quejidos, qué vida se puede acortar!»
      Varias horas más tarde Marina duerme. De su rostro se borra, por primera vez en meses, el rictus de dolor que se había anclado a fuego como una garra cruel y brutal. Su hija toma su mano y la besa y no la soltará hasta dos días más tarde, cuando el pecho de Marina exhale su último aliento, en su rostro pintado con suaves tonos una serenidad y una placidez durante meses anhelada.
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Esto es un relato de personajes inventados, pero reales de una forma cotidiana en todos los hospitales, en todas las casas en las que hay una persona aquejada de una enfermedad terminal y que sufre.
      Creo que es demasiado obvio el afirmar que toda persona tiene derecho a morir de una forma digna. ¿Qué limites debe tener ese derecho? Esa es la cuestión, una pregunta que no tiene una respuesta concreta ni válida para todas las personas. Cada uno debe decidirlo en base a su situación, a sus creencias, a su conciencia. De ahí que cualquier ley que reconozca el derecho a morir dignamente es algo que me parece bueno y necesario, para que todos podamos acogernos a ella si lo creemos necesario. Hace tiempo se intentó condenar a un médico por llevar a cabo sedaciones terapeúticas en un hospital de Madrid impelido por esta máxima: el sufrimiento en un moribundo es algo inútil y fácilmente evitable.
      He visto morir a muchas, demasiadas personas de un forma horrible. Me gustaría creer que todos un día podremos elegir.

Y, por ahora, nada más.
Lola Montalvo (@Lolamont)

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